Me dijo que había nacido en esa casa, al igual que su madre y su abuela: tres generaciones de criadas respirando el mismo aire que los amos, encerradas al igual que ellos en un mundo prístino y bucólico, sin apenas percibir ni la más triste bocanada de la fetidez del exterior. No hay más que decir sobre eso.
Tenía unos quince años cuando llegó el hijo del señor, que llevaba años viajando por el mundo, a hacerse cargo de los negocios de la familia ante el evidente mal estado de salud del padre. Su madre había muerto mucho tiempo atrás, no tenía hermanos y le correspondía, como único heredero legítimo, tomar las riendas de la empresa familiar y mantenerlas a salvo de la codicia de los parientes lejanos. Sin embargo, sus vagabundeos por selvas exóticas y tierras de salvajes habían debilitado también su salud y le habían obsequiado con una rara enfermedad. Apenas salía de su habitación, ni que decir de la casa: su secretario, un hombrecillo repugnante, le servía de intermediario y de brazo ejecutor de todas sus voluntades.
A ella le encomendaron inmediatamente ocuparse de él. Al principio, le visitaba esporádicamente y hablaba casi siempre con su secretario. Después, el joven amo demandó cada vez más su compañía, hasta que le hizo «aquello» que no podía explicar y que jamás contó a nadie. Hasta esta noche. Hasta que la conocí.
Por supuesto, todo esto me lo contó…después. Me explicó que quería deshacerse de él, y que necesitaba ayuda, tenía demasiado miedo. Le conocí una noche de verano, en una terraza pija de Conde de Peñalver, con un vaso con dos dedos de ron ante él, sin hielo. Sonrió al vernos y se levantó para saludarme. Era bajo, quizá un metro sesenta y cinco, de brazos y piernas cortos y fornidos. Paliducho, con la nariz ganchuda, la boca pequeña y cruel y los ojos muy grandes y protuberantes. A pesar de lucir unas patillas muy pobladas, y de tener el pelo cayéndole sobre el cuello, era prácticamente calvo en la parte superior de la cabeza, salvo la consabida cortinilla, que llevaba grasienta y exánime sobre el cráneo.
Al principio, sentí a repugnancia al ver a semejante homúnculo y pensar que la había tocado a ella. Después, reflexioné y me di cuenta de que no era para tanto: no era más que un fiel reflejo de su época. El típico terrateniente dueño de esclavos de hace doscientos años.